LA HISTORIA DE MI VIDA: QUERER SER FELIZ
¿QUIEN SOY?
Al quinto mes de gestación mi papá le regalo a mi mamá el libro de “Juan Salvador Gaviota” de Richard Bach, con la siguiente frase: “Así como Juan Sebastián Gaviota quiero que salga nuestro niño/a”. Sin ni siquiera haber nacido, tenía una misión en esta vida: aprender a volar. Nacía para volar. Tenia que descubrir mi propia manera de vivir para poder compartídsela a otros. De esta forma, la historia de mi vida, es parte de mi búsqueda por ser y espero que les sirva.
NIÑEZ
Cuando era chica no diferenciaba lo que soñaba de lo que pensaba, creía que era todo lo mismo. De hecho muchas veces recuerdo cosas que no logro resolver si fueron partes de mi fantasía o de mi realidad. Vivía imaginando mundos perfectos, creaba lo que faltaba y me imaginaba como seria un mundo donde todos fueran felices. No sabía en ese entonces que existía una palabra para definir lo que creía: vivía pensando en UTOPIAS que creía que podrían llevarse a la práctica. Sin saber en realidad nada de la vida ya podía vislumbrar que había personas que sufrían y que no lograban lo que querían. Tal vez por eso no podía parar de leer libros, historias de personas que relataban sus vidas, lo que pensaban, lo que querían y como lo llevaban a cabo. Todo era posible en esas lecturas y hasta lo que parecía imposible al final de una larga travesía lograba el resultado esperado.
Desde chica quería ser aventurera, viajar por el mundo, vivir varias vidas, saber lo que se sentiría siendo millonaria como campesina. Quería ver mucho más de lo que se me mostraba. Me imaginaba que en la luna habría árboles donde se podía conseguir todo lo que se deseaba y cada uno podía tomarlo libremente, sin pedirle permiso a nadie. Árboles llenos de confites y helados, arbustos de frutillas todo el año, donde nadie tendría hambre y así podrían vivir felices. ¿Que bueno seria conquistar el espacio para que nunca faltaran alimentos en el mundo? Me preocupaba en las casas abandonadas de mi ciudad y pensaba en lo lindo que seria poder pintarlas de vivos colores para que las personas fueran felices al verlas. Pensaba que al ver cosas lindas la gente se alegraba, porque eso era justamente lo que pasaba conmigo.
Hacia siempre lo que sentía, me dejaba fluir antes mis deseos y mis necesidades. Comía muchas tortas y chocolates, bailaba sin cesar en cualquier lugar, momento y espacio. Andaba en bicicleta para que el viento me acariciara los cachetes. Plantaba semillas para verlas crecer y transformarse en plantas. Desbordaba en curiosidad ante todo lo que existía. Disfrutaba mucho de jugar sola, de mi propio mundo interior. Mis muñecos tenían vida propia y eran mis grandes confidentes. Los trataba como si fueran mis hijos y los cuidaba del frío como si fueran reales, dejándome más de una vez en el piso por ser igualitaria. También inventaba historias en las que hacia participar a mis amigas, les ponía papeles principales o secundarios y les contaba la historia de la cual ya eran parte. No había nadie que podía resistirse a mi convencimiento de que un árbol era una gran casa, o que debajo de la mesa nos encontrábamos en una cueva en otra galaxia. Creía que podía viajar en el tiempo y espacio recreando lugares imaginados de los libros que leía que ni sabía si existían. Siempre había una puerta, una llave, una varita mágica que era el instrumento para poder entrar a otra realidad.
Mis abuelas fueron muy importantes en esa etapa de mi vida. Me enseñaron las técnicas para ser la mujercita deseada para el príncipe que me eligiera. Aprendí a cocer, bordar y tejer, a cocinar galletas y tortas, a trasgredir algún que otro limite impuesto y por supuesto a guardar secretos. Pero lo que mas les agradezco, es que me contaban historias. Algunas reales como de viajes realizados, parientes no conocidos, de cosas que no hicieron y se arrepentían, y otras inventadas de niñas buenas que recibían recompensas, de princesas que vivían en castillos. Siempre había cajones de objetos llenos de recuerdos que me revelaban. Un guante, una postal, un libro, un dedal, encerraba tanta vida, tantos relatos que a esa corta edad ni podía imaginar, pero que definitivamente llenaban mas espacios en mi desarrollada imaginación.
Esta nena fue creciendo y sintiéndose incomprendida. ¿Cómo hay que comportarse para ser aceptada? ¿Qué decir para ser parte de un grupo? ¿Cómo seguir siendo espontánea sin sentirse expuesta ante las miradas de todo el mundo? ¿Cómo mantener mis sueños ante una realidad que parece tan pragmática? Imposible y difícil empecé a escuchar cada vez que me manifestaba. “Despertate, la vida no es de color de rosa, es otra cosa muy distinta” – me repetían continuamente. No se puede vivir de los sueños, era el mensaje que escuchaba una y otra vez. A veces con cierta melancolía, otras con desparpajo, otras veces con enojo y agresión, pero no importaba el como me lo hacían llegar.
Esta época estuvo llena de amores platónicos, los definiría como los que te hacen soñar, los que nunca poseerás, lo que no te dejan dormitar pero en la realidad se desvanecen sin ser, y en verdad no quieres encontrar porque te harán develar que solo es tu imaginación la creadora de ese ser del cual tomaste su exterior y le creaste su interior. En realidad son amores imaginarios, infantiles, en donde no ves realmente a la persona sino lo que vos queres que sea. Me sentía tímida, y no sabia expresarme con los chicos, toda mi procesión era interna. Me acuerdo que mi imaginación viajaba haciendo cosas que en la realidad no podía.
La escuela me mostraba injusticias, desigualdades que no podía comprender a esa corta edad. Había favoritos y definitivamente “hazte la fama y échate a dormir”. Nunca voy a olvidar una situación que sucedió con la profesora de música. A mi realmente no me gustaba cantar porque no tenia buena voz, me encantaba actuar. Desde el jardín de infantes actuaba en cada obra del colegio, a veces ganaba el papel y otras trabajaba intensamente en un plan para ser la elegida. Me apasionaba poder ser otra persona por algunas horas, imaginarme la vida de esa persona, y actuar diferente a lo que haría por las circunstancias dadas. La adrenalina de salir en escena me encantaba. A la profesora de música le tenía agrado, dado que mi gran memoria hacia que podía recitar de memoria sin equivocación las largas obras que elegía para desarrollar en los actos del colegio. Era su favorita, no cabía duda. Hasta que un día, me llamo cuando termino la clase y me invito a ser parte del coro que ella dirigía. Yo tuve que ser sincera y decirle la verdad; porque la estimaba. “No me gusta cantar”, confesé. A partir de ese día su trato hacia mi fue hostil, empezó a llamarme la atención por todo, a ponerme notas menores a las que merecía y estaba acostumbrada a tener. Su indiferencia fue notoria de un día para el otro, cuando siempre había destacado mis cualidades. Ese día aprendí una gran lección, no todo el mundo quiere escuchar la verdad.