Por: Claudio Cuscuela
A lo lejos, la ruta desaparecía en la profundidad de la niebla.
El hombre se restregó levemente los ojos para agudizar un poco más la percepción mientras el viento golpeaba las ventanillas y el cemento debajo de las ruedas trepidaba a medida que aumentaba la velocidad.
Encendió un cigarrillo y permitió que el humo danzara por su boca unos segundos antes de dejarlo en libertad.
Su radio había perdido todo tipo de señal y se contentó con colocar un cd de música clásica que alguien le había prestado hacía muchísimo tiempo. Nunca lo había escuchado. Decidió darle una oportunidad.
Mientras los acordes sonaban, fluyeron en él las ideas, los pensamientos, las sensaciones. Afuera el mundo anunciaba el vendaval. Sabía que debía llegar antes de que todo sucediera. Era lo único que le quedaba, lo único que lo mantenía a flote. Ya había perdido todo y no podía aceptar que se esfumara el último resabio de esperanza que quedaba para él.
Sentía el peso de las palabras, los silencios, las viejas heridas jamás curadas.
No quiso escabullirse de ese remolino extraño que lo abordaba. Creía que de alguna u otra manera lo ayudaba a purificarse, a encontrar un resquicio, una hendidura por la cual ver el sol a trasluz.
Comprendió que no había hecho nada, que había sido un gran espectador de su propia vida. La había visto pasar, desandar por el costado de su cuerpo, y ni siquiera se había atrevido a perseguir su sombra, a tratar de no perder el rastro de sus huellas.
Le dolió reconocer que no había amado, que se había escondido bajo el caparazón de sus dudas más hondas, y que en los instantes más importantes para aquellos que lo rodeaban había decidido huir. Así, una y otra vez.
Salió del ensimismamiento cuando las luces de un camión lo cegaron por completo y solamente atinó a girar el volante hacia su derecha.
Apretó el freno y el auto se detuvo algunos metros después de traspasar la banquina.
Los latidos acelerados retumbaban en el vehículo y el hombre asustado se aferró al asiento, esperando que la vorágine que contaminaba su mente se deshiciera por completo.
La tormenta resquebrajaba el cielo y el sonido de los rayos inundaba la serenidad de las siembras de maíz.
El hombre, recordando que no tenía demasiado tiempo, decidió volver al camino.
Tomó de nuevo la ruta y aceleró con vehemencia. No le importaba demasiado lo que pudiera sucederle.
Fue allí cuando entendió lo que era sentirse vivo. Quizás nunca lo había estado del todo, aletargado por el miedo y el rencor.
Cuando llegó a una rotonda, la bordeó y siguió el tramo que le quedaba, con las manos empapadas de sudor y los oídos zumbando.
Se detuvo frente a la tranquera desvencijada y bajó del auto.
Corrió el pestillo y se internó en la densidad del campo. Recorrió con impaciencia la espesura y sin siquiera observar un sólo segundo la casa que se erigía abandonada a su izquierda, caminó a paso veloz hasta la hilera de pinos que miraban al sudeste.
Entre la larga fila se destacaba uno en particular, algo más alto que el resto, con el tronco quebrado y las ramas desprovistas de hojas.
El hombre se paró frente a él y lo tocó suavemente. Entre susurros, le pidió que no se muriera, que no lo dejara solo.
Para su sorpresa, descubrió que algunas lágrimas le ganaban las mejillas.
Se sentó a los pies del viejo pino y recostó su espalda contra él.
Cantó una canción que se entremezcló con el silbido del viento.
Sus ojos se apagaron y se quedó dormido.
La lluvia cesó y las nubes quitaron el velo que cubría la noche. Un manto de estrellas gobernó el firmamento.
Al día siguiente, un niño que caminaba por el costado de la ruta, ingresó al campo y jugó un rato a adivinarle el nombre a los árboles.
Se sorprendió al ver que una larga hilera de pinos se entrecortaba por un enorme hueco y pensó que aunque no estuviera allí debía inventar un nombre para ese árbol que no estaba. Le puso Fénix, porque su abuelo una vez le había dicho algo sobre renacer de las cenizas y de un pájaro que se llamaba así.
Sin saber por qué, se sentó en el espacio vacío que había dejado Fénix y entonó una canción, cuya melodía se mezcló con el viento.