El árbol y el silencio

#CuentosCortos

Galopa al viento con la furia de quien sabe que su destino está pronto a enfrentarse a sus ojos. La espada desenvainada, la mirada firme, el cabello enmarañado en la nube de polvo, fuego y tierra que se mezclan en el aire oscuro de la tarde.

Detrás de su figura creo ver el sol, desgarrándose en lágrimas doradas mientras el horizonte lo devora con sus fauces hambrientas de calor.

No hay miedo ni dubitación en su andar, sólo el pecho encendido en plena lucha, con el rugido voraz de las almas que se debaten a duelo a su alrededor, sin meditar un segundo, porque un segundo es la Muerte, es el silencio, es el camino hacia lo que no se conoce.

Es quizás el más joven de todos, el más inexperto en esta batalla.

Más no le importa demasiado, viaja hacia el abismo con el honor brotándole de las mejillas y el tiempo parece doblar sus extremidades para que su llama no se apague por completo todavía.

Preso de mis ansias, que me llevan a seguirlo de cerca, porque siempre ha sido así, siempre he sido guardián de sus pasos, desde que era un niño, pierdo noción de mis adversarios, les regalo la dulce ventaja de sentirse victoriosos y las flechas que arrecian desde todos los frentes hacen que mi caballo no pueda con tanto dolor y se desvanezca en el campo de bruces.

Lo veo alejarse y mientras caigo al suelo húmedo, se presentan ante mí sus pies pequeños deslizándose por la madera de la humilde cabaña, mientras nuestra madre prepara la cena y hay un aroma a hogar, un cálido ardor llega desde los leños y afuera las hojas de otoño descienden acompasadamente para morir del otro lado del ventanal.

Se tropieza y lo tomo entre mis brazos antes de que pierda el equilibrio.

El llanto incipiente se le transforma en una risa sostenida.

El silbido de una flecha me devuelve al campo. La desesperación domina mi ser y no puedo encontrarlo. No debo morir aún. No es el momento. No sin saber qué ha sido de él.

Y entre las espadas, los muertos, las estocadas fallidas, en esta hora de horror y locura, corro con la sangre bañándome la espalda y las piernas rotas sin dar crédito a lo que veo.

Un mar de odio visceral, un rumor de que el mundo se ha trastocado, que el cielo ha cerrado sus puertas a nuestras súplicas y este infierno que ahora observo se vuelve una herida en carne viva, supurando toda su maldad sin límites.

Llueve como nunca han visto mis ojos. Una tormenta calamitosa, un castigo eterno, interminable, agotador.

Y en mi desgracia lloro, impotente, febril.

Hermano mío, no puedo encontrarte.

Llévame hasta ti. Déjame estar a tu lado en este cementerio de ilusiones.

Una flecha me atraviesa de lado a lado. Siento que los colores se apagan, se vuelven sombras y hay un extraño silencio. La oscuridad reina sin piedad.

Tanteo con las manos temblorosas el pasto que yace bajo mi cuerpo.

Las raíces de un árbol me guían lentamente hasta el tronco donde finalmente decido recostarme.

Perdóname madre por no cuidarlo lo suficiente, por no llevarlo de vuelta a casa.

Perdóname padre por no honrar tu memoria como lo hubieras querido.

Todo ha sido en vano hermano mío. Somos nada entre la nada.

Una mano fría toma la mía y creo escuchar tu voz quebrada, diciéndome que aquí estás, que podemos morir juntos, que no hay tanta soledad debajo de este árbol que también está muriendo.

No puedo verte, pero sé que eres tú, y me dices que no hay razón por la cual tener miedo, que el hombre siempre ha sido un ser ciego caminando al lado del abismo.

Y cuando dices eso, te siento desplomar a mi lado y tu mano se vuelve más fría, helada y mi pecho también se enfría y todo vuelve a ser silencio.

Más ya no hay oscuridad, y ahora somos dos niños, jugando con espadas de madera, debajo del árbol de otoño, mientras nuestra madre prepara la cena y nuestro padre sonríe con la mirada envuelta en brillo, desde el costado más lejano del sol, allí, donde los sueños parecen más sinceros y reales, donde el tiempo no es tiempo y el dolor es tan sólo un mal recuerdo.

Una sombra.

Una sombra y nada más.