Quiero escribir sobre un amigo. No un amigo de la infancia ni uno de esos que ya no se visitan. Voy a escribir, desde la felicidad, de un amigo tardío, reciente, desde apenas 4 o 5 años, no más. Mi amigo escribe, como yo y tanta otra gente. Nuestra amistad surgió espontánea e instantáneamente, fue de esas que tienen algo de alquimia, de fórmula mágica. Desde el principio, entre múltiples desacuerdos, coincidimos en ciertos valores, en una forma de concebir a la literatura, en una defensa de la zona y la identidad de las personas que se comprometen con la escritura. Este amigo se llama Marcelo Britos, nació en Rosario, en 1970, y tiene publicados 6 libros: Los Dogos (Ciudad Gótica, 2004), Alexandria (UNL Ediciones, 2007), Como alguien que está perdido (El ombú bonsai, 2011) y El último azul de la noche (El ombú bonsai, Colección Raíces Aéreas, 2013), cuentos; la novela ganadora del Premio Juan Musto: Empalme (EMR, 2010) y, en poesía, Para todos los hombres el sur (El ombú bonsai, 2012). Toda una trayectoria, indudablemente.
Pero lo que quiero contar sobre él es que, con su novela A dónde van los caballos cuando mueren, ganó el primer premio del Certamen Internacional ‘Sor Juana Inés de la Cruz’, fallado en México a finales de febrero de 2014. El jurado estuvo integrado por: Beatriz Escalante, Verónica Murguía y Eduardo Antonio Parra. Estimo que soy uno de los pocos privilegiados que ya leyó esa novela, pero impresa en papel A4 con letras de 9 u 8 puntos para economizar hojas. Entonces, llevaba otro título. Cuando terminé de leerla, fue de un tirón, de esas lecturas que se vuelven obsesivas, me acuerdo que de inmediato nos juntamos a conversar sobre ella. Fue en mi casa, en la terraza, en el cuartito donde guardo los libros y consigo algo de tranquilidad, la necesaria para hablar de las cosas importantes. No podría precisar qué nos dijimos, cuáles fueron mis comentarios, ni siquiera si le sugerí algún cambio o solamente lo aplaudí en silencio. Sí estoy seguro de que, mientras pasaba las páginas y releía, en voz alta, algunos pasajes, me admiraba de su prosa, de la fuerza que transmitían esas frases que tenía marcadas. Era, sin dudas, una novela sólida, trabajada, con personajes logrados y episodios de una belleza amarga. Pensé, y seguro se lo dije, que cualquiera de las grandes editoriales del país podría haberla querido para su catálogo y se hubiera visto prestigiada.
Marcelo se enteró el lunes 24 de febrero que su novela había sido galardonada en México. Allá la van a publicar y va a recibir un premio, “en metálico”. Antes de encontrarnos para almorzar, el viernes, y brindar por este éxito, exhumé del estante aquellas hojas y volví a revisarlas. Me reencontré con aquella historia de la guerra del Paraguay, con sus escenas desgarradoras, con el peso de una denuncia, con el miedo y el sufrimiento de los hombres que padecieron esa guerra, como todas, absurda. Como era de esperar, volvimos a hablar de A dónde van los caballos cuando mueren. Marcelo no solo había estudiado sobre aquella guerra, leído libros de historia y documentos de la época, si no que también había viajado a Paraguay, durante unas vacaciones, a conocer los lugares donde se habían desarrollado las batallas sobre las que estaba escribiendo. Estudiar, ver y conocer, para luego escribir. Una disciplina, un método, una forma honesta de trabajar.
Ganar un concurso literario internacional del nivel del que obtuvo Marcelo Britos, es el premio a una producción, en este caso una novela, que condensa un recorrido inmenso y desgastante, una militancia con la escritura que no retrocede ante el ninguneo de las editoriales comerciales, ni ante la falta de lectores, ni frente a los certámenes que premian solo a los escritores de su staff (seguramente, todos, excelentes en lo suyo). Es, también, una alegría y un estímulo para seguir escribiendo. Pero no funda ni crea a un escritor: Marcelo Britos era y es un gran escritor, con o sin este premio.