La novela de la guerra de Malvinas

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Desde La Ilíada en adelante, para atrás no sabemos, la guerra es uno de los temas dilectos o ineludibles de la literatura. Ni hablar del cine, pero ese es otro terreno. Las bibliotecas, todas, hasta la de los pacificistas, atesoran libros que tienen como ambiente, causa, efecto o marco a la guerra, a las guerras. Las que ocurrieron y que la historia registra, y las otras, imaginarias, que transcurren en el futuro o en el espacio o en el tiempo indefinido de los mundos paralelos, maravillosos. Tácticas y estrategias, consejos para generales y guerreros, narraciones o poemas que exaltan el valor en el combate, diarios y testimonios, el sufrimiento de las víctimas o el decorado horroroso frente al que transcurre un relato que dialoga con ella. En la literatura, amor y guerra, habilitan una escritura múltiple y heterogénea, infinita.En Argentina, la guerra de Malvinas, entre otras consecuencias, produjo ─y todavía, como coletazos, produce─ un aluvión de discursos que la tuvieron y tienen como tema. La gran mayoría, un corpus importante, fueron escritos que contaban las proezas bélicas de los militares argentinos. Después, empezaron a llegar las versiones desde la mirada de los ingleses. Sin embargo, antes, anterior a los libros y contemporánea a la prédica desahuciada de los medios de comunicación, ya se había creado una novela sobre la guerra de Malvinas. Mejor dicho, LA novela sobre Malvinas, la que abría una serie de relatos ficcionales y, a la vez, fundaba una mirada antiheroica sobre la misma. Una mirada crítica, demoledora, tal vez, una de las pocas posibles para pensar seriamente la locura de una dictadura genocida.

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Me refiero a Los Pichiciegos, de Rodolfo Enrique Fogwill, escritor argentino nacido en 1941 y fallecido en 2010. En nuestro país, la novela se publicó por primera vez en 1983, tras el retorno de la democracia, por editorial De La Flor y, desde entonces, ha sido reeditada por varios sellos. Elijo no ensayar una síntesis del argumento. Sí me gustaría señalar cómo, en la figura de los personajes, los pichis, los conscriptos que están apostados en el campo de batalla, puede verse el reflejo de una sociedad fragmentaria, cobarde y destruida por una coyuntura particular. Ocultos en un refugio subterráneo, de espaldas a la guerra, los pichis se limitan a luchar por sobrevivir y ese aprendizaje, el de la supervivencia, les permitirá ser invulnerables en el futuro, cuando vuelvan al continente para habitar el orden criminal de la dictadura.

Más allá de la “leyenda” sobre cómo Fogwill escribió la novela: durante el transcurso de la guerra, del 11 al 17 de junio de 1982, en San Pablo, Brasil, encerrado en su labor y ajeno al devenir de los sucesos, me interesa destacar la importancia de la novela. Porque, como si fuera la obra de un visionario, o producto de una epifanía, el autor logró poner en escena, de manera verosímil, la contracara, el doblez, la verdad antiheroica y antiépica de la guerra. A su vez, en esa operación, refutar el discurso oficial que exaltaba el valor y el patriotismo.

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En una lectura canónica sobre Los Pichiciegos, Beatriz Sarlo señala que esta novela no quiere demostrar nada y sus personajes no están en condiciones para reflexionar sobre lo que les sucede, sobre lo que hacen. También, el mismo Fogwill, en la contratapa de la edición de Interzona, afirma que “estaba escribiendo sólo acerca de mí, de la revolución, la contrarrevolución, el amor, el comercio, la democracia que sobrevendría”. Parece, entonces, que la novela sería apenas una obra escrita con el correr de la pluma, una ficción aislada, independiente del mundo. No me lo creo.

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Es más, leída hoy, desde el presente, Los Pichiciegos puede ayudarnos a pensar que no existe heroísmo en la violencia. Sin hipótesis de guerra en ciernes, pero en el seno de una sociedad fracturada, donde el desprecio al otro nos atraviesa a todos y nos empuja a un enfrentamiento permanente, la figura de los pichis tratando de sobrevivir a cualquier precio, muestran lo peor del individualismo, del sálvese quien pueda. También, el trágico final de aquellos pichis, salvo el de Quiquito, demuestra que con la supervivencia no alcanza: que no nos vuelve invulnerables, que a veces hay que probar con otras estrategias, más humanistas, más solidarias.