Podría retomar esta serie preguntando: ¿sirven los consejos que dan los escritores consejeros a los escritores aconsejados? La experiencia forjada a base de insomnios interminables, de botellas vaciadas, de opulentos ceniceros, de miserables rechazos, ¿puede ser transferida a la anónima posteridad?
Sí, opino que existe una manera. Tal vez no sea la más frecuente y, sin dudas, tampoco es masiva o pública, como lo son los decálogos o los consejos que tantos han escrito para imaginarios aprendices o novatos o desconcertados que buscan nutrirse de las sentencias de lejanos maestros y tomar por atajos señalizados. La manera, como dije, es la del consejo personalizado y personal; las críticas y opiniones que provienen de un escritor que, con cierto recorrido o trayectoria, por amistad o simpatía o por capricho, después de leer los textos, -poemas, cuentos, lo que sea-, de un par, colega, incipiente tanteador de versos o relatos, le regala un consejo, una opinión, una breve crítica que nace de poner en juego el saber que el aconsejador posee y la lectura del escrito ajeno que realizó.
Y ojo que no hablo de una corrección exhaustiva o puntillosa, eso es un trabajo, no una gauchada. A lo mejor es apenas una frase, un par de líneas en un mail, una opinión general o una sugerencia precisa. Tal vez tenga la forma de una pregunta que tiende hilos en el laberinto o pone tras la pista de una mejora en el estilo o en la técnica. No se trata de un elogio ni de una palmada, sino de darle al otro un consejo que, desde la perspectiva del aconsejador, serviría al crecimiento del aconsejado o para corregir algunas mañas o impurezas en algún texto: el abuso en los adjetivos, la descripción de los personajes, un final demasiado clásico.
Para enterarse de estos consejos personalizados hace falta leer las memorias, o las correspondencias, o las autobiografías de los escritores. En ellas suelen aparecer, casi siempre rodeadas con un halo de gratitud, las situaciones o episodios en que editores, o escritores, o un quidam, asumieron el rol de consejeros e hicieron un aporte clave en las conductas de los aconsejados o en sus escritos.
Giorgio Bassani cuenta que, en su juventud, le faltaba disciplina para escribir otra cosa que no fueran poemas y, por esa razón, demoró años en terminar cada uno de los largos relatos que componen las Cinco historias ferraresas, publicadas bajo el título Cinque storie ferraresi – Dentro le mura (Premio Strega, 1956). En “Los años de las historias”, texto que cierra el libro El olor del heno, Bassani relata cómo Mario Soldati, el novelista y director de cine turinés, le aconsejó sobre lo que debía cambiar en sus hábitos. “Él fue quien me estimuló… Y para conseguirlo (terminar los relatos) debía imponerme inmediatamente una cosa: dejar de una vez de callejear por Roma en bicicleta. ¿Es que ya había olvidado, qué diantre, la recomendación del viejo Flaubert al joven Maupassant: “Menos putas y menos remo”? Pues bien, él, a mí, se limitaba a aconsejarme menos bicicleta y más escritorio. La bicicleta podía haber sido buena para hacer mis poesías: pedaleo, pienso un verso, paro a notarlo… para escribir cuentos y novelas, la bicicleta era sin lugar a dudas dañosísima”. Un consejo “a medida” que Bassani reconoce no haber seguido sino recién cinco años después, en 1950, cuando empezó a dedicarse al relato con “mayor asiduidad”. En ese entonces daba clases en Nápoles y, por fortuna, allí “no disponía de bicicleta”.
Ettore Schmitz, conocido en el mundo literario como Italo Svevo, se hizo amigo de James Joyce mientras este residió en la ciudad de Trieste, impartiendo clases de inglés. Se trataron durante aquellos años y la relación continuó luego, a la distancia, a través de las cartas que intercambiaron. De hecho, Svevo le debe a Joyce que su formidable novela La consciencia de Zeno fuera leída y conocida fuera de Trieste, como no había ocurrido con sus novelas anteriores (Una vida y Senilidad). Sin embargo, lo que me interesa es citar un consejo que Svevo le da a Joyce. Luego de leer los borradores de Retrato del artista adolescente, en 1909 –siete años antes de su publicación-, Svevo o Ettore Schmitz le escribe a James Joyce: “Tengo algunas objeciones al primer capítulo… Creo que en él se ocupa de hechos desprovistos de importancia y que su rígido método de observación y descripción no le permite enriquecer un hecho que, ya de por sí, no es relevante. Usted está obligado a escribir solamente acerca de cosas intensas, que en sus hábiles manos pueden volverse más fuertes todavía… Quiero decir que si usted tuviera que escribir una novela con el único objetivo de describir la vida cotidiana… estaría obligado a abandonar su método y a encontrar colores artificiales para darle a las cosas esa vida que les falta. Le ruego que me disculpe estas observaciones que acaso solo demuestran mi presunción…” Más allá de si Joyce siguió o no el consejo, y de qué forma lo hizo en esa obra o en sus escritos posteriores, disfruto leyendo en esta carta la franqueza y el espíritu aconsejador de Italo Svevo.
De los consejos personalizados que a mí me han dado y que me fueron útiles, quiero narrar solo uno que rescato porque el consejero acababa de conocerme y no era un amigo. En las II Jornadas de la Literatura de Rosario, en el 2012, le regalé a Elvio Gandolfo, uno de los escritores invitados, mis dos libros de cuentos. Al día siguiente, me contó que los había leído y, entre otras cuestiones, me acusó de que yo, como escritor, no me tomaba en serio. Tras el pedido de aclaración, me dijo: “Porque al final ponés los cuentos menos logrados y, por cómo escribís, tendrías que dejar el mejor cuento para poner de cierre porque es el último que se lee y el que más se recuerda”. A lo mejor no sucedió así, pero trato de conservar lo esencial, lo que me ayudó a la hora de ordenar los cuentos de mi tercer libro, La niña de mis ojos.
Como sea, son estos consejos los que más ayudan, los que contribuyen especialmente. Pero, claro, la dificultad está en encontrar a esos consejeros que nos orienten o guíen, al menos una vez, porque hace falta generosidad y dedicación para dar u ofrecer un consejo personalizado. Pero los hay, claro que los hay, y vaya en esta nota mi sincero agradecimiento para ellos, los escritores consejeros, los míos y los ajenos.