Hubo una época, allá por mediados de los años ochenta, cuando no se apostaba por quien ganaba el combate sino en que round el campeón del mundo de los pesados más joven de la historia iba a terminar la faena. Si hasta se “rogaba” que la pelea durara algo más de dos asaltos para poder disfrutar de la pizza o la cerveza que acompañaban la velada. Mike Tyson era eso. Ver cuanto y como le aguantaban los rivales. No había previa, ni circo antes de subir al cuadrilátero. Era solo eso, un boxeador en estado puro. Subía, hacía su trabajo y listo, fin de la historia.
Quienes recuerdan al Mike Tyson en los JJ.OO de Los Ángeles ´84 tendrán en su mente a un “Iron Mike” ágil y fuerte como pocos en su categoría. Por eso no sorprendió que su paso al campo rentado fuera tan espectacular.
Después de tres años de reinado, el 11 de Febrero de 1990 se iniciaba el año competitivo para Tyson y defendía, en un combate previo multimillonario con Holyfield, su corona unificada ante James “Buster” Douglas en Tokio, Japón.
Los que estuvieron esa noche en tierra nipona, presenciando el match, fueron testigos de algo histórico. Asistieron a la caída de un INVENCIBLE. Porque eso era Tyson. A tal punto era considerado de esta manera que las apuestas estaban 42 a 1 a favor del campeón. Si, leyeron bien, 42 a 1. Y la historia estuvo a nada de darle la razón a estas estadísticas cuando a menos de 10 segundos de finalizar el 8° asalto un Tyson que estaba allí, sobre el cuadrilátero, física pero no mentalmente logro mandar a la lona a su rival después de un uppercut de mano derecha.
Pero……..siempre hay un pero. Arranco el 10° round y Douglas sabía que su jab de mano izquierda ya venía complicando a Tyson (recuerden la bolsa de hielo que su rincón tuvo que improvisar con un guante de látex para desinflamar su ojo izquierdo). Y así fue. 1, 2, 3, 4, 5 y 6 jab seguidos que no fueron con potencia pero que lograron la distracción necesaria para que un terrible uppercut de mano derecha conmocionara a un estadio completo. La faena se terminó con un cross de la misma mano que manó al suelo a un Tyson totalmente groggy.
Nadie entendió, en ese momento, lo que acababa de suceder. Ni los que estaban arriba del cuadrilátero ni las 40.000 almas que estaban apostadas en el Kurakuen de Tokio. Ninguno se había dado cuenta que estaba, ni más ni menos, que ante el fin de una era.