En principio les cuento que hablar de locura no es algo ofensivo; de hecho, gran parte de ellos considera que llamarlos “psicóticos” es más estigmatizante que decirles locos. Por otro lado, les digo que estas líneas no pretenden ser algo formal o científico, es sólo un intento de explicar lo más simplemente posible un fenómeno muy complejo -acaso misterioso e incomprensible - como es el de la locura. Hay miles de formas de describir este estado tan particular de la mente humana y yo sólo tomo un modelo, una forma medio inventada para aportar claridad.
Hay muchos tipos de psicosis: las paranoides, la esquizofrenia y decenas de cuadros mixtos, de rarezas y estados de locura que no son psicóticos en el sentido estricto del término. Digo: una persona, por intoxicación de drogas o por otras causas, puede entrar en la locura y luego salir sin problema. No hablo de esos casos aquí.
Entonces, un psicótico es una persona a la cual la realidad se le vuelve tan pero tan insoportable que decide armarse otra, una realidad delirante, paralela, diferente, distorsionada. No puede soportar esta realidad. Por eso corta, rechaza la realidad y se construye otra. “Corta la bocha” (diría I. Cutzarida). El delirio es, en principio, un intento de defensa de eso que me supera, me frustra y me atormenta.
Supongamos que para un muchacho de 20 años su padre es una figura aplastadora, intrusiva, violenta y que nunca lo tuvo en cuenta, o que nunca fue amado y deseado lo suficiente -o nada- por sus progenitores. Bueno, esa persona, un día, arma un delirio místico y se presenta al consultorio diciendo “soy el hijo de Dios, él me cuida y guía, y me dio una tarea”. Así, ahora tiene una figura paterna que lo protege, que lo tiene en cuenta, pero a costa de volverse loco, pasó a otra realidad, diferente a la nuestra, y la sociedad percibe ese delirio, capta que esa persona está en otra realidad. Pero agrego algo: ese Dios, también, en algún momento, pasa a castigarlo y a atormentarlo o a abandonarlo al igual que lo hacían sus padres.
¿Se entiende? El deliro es, básicamente eso: un intento de defensa, como lo es la fiebre. Y voy más allá: todos los síntomas y patologías (pánico, fobias, histerias, trastornos obsesivos, depresiones) también son un intento, fallido, de curarse o resolver algo, de defenderse de aquello que se vuelve insoportable, y lo camuflamos con esos estados o síntomas. La fiebre es, en realidad, un intento de defensa del organismo y puede ser útil en cierta medida, pero también nos puede llegar a matar si la dejamos cruzar cierto umbral.
Por supuesto que no cualquiera puede volverse loco. Esa modalidad radical de suprimir una realidad insoportable armándose otra no es algo que nos puede pasar a todos. Una persona arma una psicosis “gracias” a una estructura previa, estructural, primaria, que puede crearla. Hoy por hoy, la psicología y la psiquiatría ofrece muchas salidas para las psicosis pero no olvidemos el aspecto social; un psicótico, un loco, es el emergente de un sistema, de una sociedad psicotizante.
La locura es un hachazo que meten algunos sujetos en esa realidad imperante (la cuerda digamos) con un costo subjetivo tremendo, pero allí, en esas personas -muchas veces- descubrimos ciertas verdades que “la realidad” no nos deja ver.