Finalmente, cierto día, vamos corriendo al sanatorio y -casi por arte de magia- “aparece” una nueva persona en el mundo. Un parto es un acontecimiento creacionista en el sentido duro del término. La mujer allí es “quien crea de la nada, un niño”. Dios es mujer digamos. Lo único en el mundo real, parecido a lo que sería “lo divino” se ve allí. Hablo de lo divino entendido en el sentido bíblico. Un parto es, más allá de la ciencia o de las religiones, un hecho imposible de metabolizar. Es “mucho” -en todo sentido- en un lapso muy corto: es algo traumático para todos los integrantes de la escena: para ese “ser” que “emerge” a la vida, para la madre, el padre; es una situación que destruye, “pulveriza” la razón, y nos mete en el imperio de la emoción más insimbolizable que se pueda vivir. Todos nos despersonalizamos un poco allí, en ese quirófano, bastante psicótico es el asunto. Así es: hay acontecimientos que son difíciles de simbolizar, esas experiencias híper intensas – como puede serlo el estado de enamoramiento, o la entrada a la sexualidad, el parto- son, a veces, las más interesantes. Lo inentendible, lo que no se puede hacer pasar por la maquinaria de palabras es, muchas veces, lo mejor de la vida.