Por: Mijal Orihuela
Las Islas Galápagos constituyen un archipiélago con 19 islas que se encuentran en Ecuador. Fueron declaradas en 1979 Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO, por lo que el 97% del territorio forma parte del Parque Nacional Galápagos. Constituyen uno de los principales atractivos turísticos del país y cuentan, según el censo del 2010, con más de 25.000 habitantes, de los cuales el 83% reside en los centros urbanos. Según periodicos locales, en el 2012 el entonces Ministro de Turismo Freddy Eghlers proclamó la necesidad de limitar el crecimiento de las mismas debido a la falta de infraestructura y servicios (redes de agua potable y otros), sin embargo, ante la reacción de los actores locales negó lo antedicho. El Censo del 2010, por otra parte, refleja una buscada disminución de la migración hacia el archipiélago respecto de las décadas anteriores.
Es sorprendente para los arquitectos (o casi) encontrarnos a veces más vislumbrado por el entorno natural y/o rural de una ciudad que por ella misma, somos, después de todo, especialistas en el hábitat construido por el hombre. En particular me pasa mucho en sitios como el Calafate y El Chaltén, donde es en cierto punto previsible, pero también en lugares como General Roca, en el Alto Valle rionegrino, que no constituyen lugares turísticos. El paisaje natural es desde mi punto de vista parte del paisaje urbano, aunque en pocos casos se logra una adecuada conjugación entre ambos.
Por esto les quiero compartir las memorias de Francisco sobre su viaje a las Islas Galápagos, que se impregnaron en su memoria no sólo por su gente y arquitectura, sino también por su paisaje:
Hace un buen tiempo empecé a sentir una curiosidad por conocer el mundo. Quería viajar. Más adelante pude empezar a hacerlo —un poco por trabajo, otro poco por placer y suerte—, y ahora que lo pienso me parece raro, porque me doy cuenta de que en eso ocupé la mayor parte de mi tiempo durante los últimos años: en los viajes. Es como si el hecho de sentarme y escribirlo interrumpiese por un momento esa atmósfera que un día se volvió tan habitual: hacer un bolso, esperar en un aeropuerto, trasladarme hasta la casa de un amigo lejano, entrar a la habitación de un pequeño hotel. Es como si estuviese cerca de descubrir algo ahora mismo, mientras lo escribo, como una especie de percepción que se alojó en mi interior mucho tiempo atrás, que estuvo acompañándome en secreto y que sube a la superficie recién ahora, cuando me detengo, cuando tomo distancia y tengo la oportunidad de resignificar una experiencia. Estoy pensando en esto, estoy volviendo mentalmente a los lugares que conocí, y creo que si tuviese que quedarme con uno de ellos —y me refiero nada más que a un único lugar—, entonces no tengo dudas de que ese lugar sería las Islas Galápagos.
Este año pasé diez días en estas islas del océano pacífico —a una hora de avión desde Guayaquil—, y por primera vez en mi vida tuve deseos reales de quedarme; es decir, deseos de no moverme nunca más de ahí. Fantaseé con la vieja película Laguna Azul, donde dos chicos inocentes quedan atrapados en una isla del Caribe y su vida transcurre para siempre en ese lugar; pensé en perderme entre todas las islas que componen el archipiélago, en establecerme definitivamente ahí. Fantasías, claro, pero ahora que ya pasó el tiempo y que estoy lejos de las Galápagos, quiero volver cuanto antes. Siento que ahí conocí una paz, una vibración distinta a cualquier otra.
En Galápagos, el día es larguísimo; cuando uno está por mirar la hora creyendo que son las doce o la una de la madrugada, se da cuenta de que apenas son las ocho de la tarde. La pequeña ciudad está rodeada de playas paradisíacas, con una fauna que no se encuentra en ningún lugar de la tierra. Para los galapeños, nadar con tortugas gigantes, cerca de tiburones y en medio de manta rayas e iguanas marinas, es cosa de todos los días. Me acuerdo de lo que sentí dos minutos después de haberme zambullido al agua por primera vez, cuando de pronto me encontré rodeado por una decena de lobos marinos; de a poco, el pánico de ese instante se fue transformando en curiosidad, y de ahí en placer, en la suerte de poder estar viviendo algo así. Unos minutos después me preocupé por la presencia cercana de un tiburón, ese “asesino” que nunca mata, pero en el fondo me sentía tranquilo, como habituado a una emoción extraña y agradable, la sensación de que yo formaba parte de ese lugar.
A diferencia de lo que creía antes de conocer Galápagos, el paisaje es generalmente desértico. El principal arbusto que se encuentra es el cactus, que por cierto es de gran tamaño. Las iguanas negras que sólo se hallan en estas islas —y que pueden ser repentinamente descubiertas en casi cualquier lugar e incluso bajo el agua, dado que tienen branquias— son un espectáculo digno de observarse. Parecería ser que en Galápagos los animales tienen los mismos derechos que las personas, el cuidado del medio ambiente es casi una religión que profesan todos los habitantes. Recorrí siete de las islas que conforman el archipiélago y jamás —ni una sola vez: ni una sola— encontré basura en una playa.
La temperatura habitual ronda los treinta grados, y por las noches nunca desciende a menos de veinte. El mar turquesa de aguas muy saladas nos mantiene a flote sobre los peces y los corales, es como si la calidez del océano nos invitara a permanecer en él durante horas.
Los galapeños aparentan ser muy tranquilos; la mayoría de ellos trabaja en el sector turístico, que es la principal actividad económica del lugar. Uno puede pasar el día en alguna de las tantas playas, y por la tarde visitar la plaza central de cada isla, enclave de la vida social de los habitantes; afortunadamente, la señal de celular es malísima, lo cual posibilita, sobre todo en los tiempos que corren, que la gente sea más dada a la conversación y que se mire a la cara. Los habitantes de Galápagos son respetuosos y todo el tiempo están a la espera de que uno les dé charla y les cuente de dónde viene y por cuánto tiempo piensa quedarse. Practican un deporte muy peculiar que sólo existe en Ecuador, el Ecuavoley, similar al vóley aunque con un poco más de picardía. Un día tomaba un refresco en el centro, cerca del mar, y, como en una fantasía o un sueño extravagante, noté que a pocos metros de mí un lobo marino empezaba a cruzar de una vereda a la otra; pensé que era una situación peligrosa, me pregunté si el animal estaría perdido, pero enseguida una persona me dijo que eso, en la isla, era lo normal, que no existía ningún tipo de peligro.
El día que dejé Galápagos me pasó algo grande. Varias personas subimos a una lancha que nos llevaría hasta la isla donde está el aeropuerto. Yo me senté cerca del conductor, un hombre que miraba siempre al frente y que tenía las manos curtidas por la sal. Pensé en la suerte que él tenía de vivir ahí, en la posibilidad de poder ver esas imágenes todos los días, pero enseguida sentí que si le preguntaba algo al respecto, él se quejaría como hacemos todos cuando estamos aburridos de algo que los demás envidian o no viven con frecuencia, esta cuestión de querer ser el otro, de estar añorando siempre lo que le sucede al vecino. Miré al hombre, que parecía muy concentrado en el manejo de la embarcación, y de todas maneras, con confianza, le pregunté si se sentía contento de vivir en ese lugar.
—Contento, no; acá uno no está contento, acá uno es feliz —dijo, y volvió la vista al frente, concentrado en su trabajo.
Al llegar bajé último, y antes de que lo saludara y nos despidiéramos él se acercó y me dijo:
—Tranquilo, joven, la isla es así. Ya va a volver.
Un momento antes de que el avión despegara levanté la cortinilla plástica que cubría la ventana. Mientras tomábamos altura miré las islas, las playas, una maqueta delicada de vegetación y franjas circulares que se contraía cada vez más, que se reducía a cada segundo y que entonces desapareció en medio del océano, como un pequeño diamante cristalino hundiéndose en el mar.” (Francisco Delgado, argentino, 28 años).