Un día estaba en una de esas fiestas familiares donde te encontrás con parientes que no conocías, descubrís un tío uruguayo y rearmás tu árbol genealógico para tratar de adivinar qué minúsculo lazo te une con esa prima lejana que habías conocido como una niña, y que ahora se transformó en un terrible camión con acoplado. Resulta que en un momento yo estaba en la punta del salón tratando de descartar un pedazo molesto de pepino que me había venido sobre un exquisito canapé de pastrón, y justo apareció un señor mayor que me miraba sonriente. Yo le devolví una nerviosa barrera de labios apretados (no sé sonreír con los dientes, es la secuela inconsciente que me dejaron doce años de ortodoncia) y, mientras hice que saludaba a uno de los viejos que ya se iban (aunque en realidad usé el gesto como una maniobra distractiva para esconder la molesta rodaja verde dentro de una servilleta), el señor se me paró al lado y, a pesar de que en principio pensé que me iba a reprochar mi asqueroso descarte, me convidó una copa con un jugo aguado que no era otra cosa que el prólogo de una nueva aventura amorosa que me ligué sin comerlo (el pepino) ni beberlo (el jugo).