Por: Juan Chiramberro
Cuando un conjunto de valores, de creencias y de tradiciones se fusionan, se crea una identidad colectiva. Entonces, la identidad colectiva no es otra cosa más que un conjunto de intereses en común, de objetivos y sueños encausados, de proyectos de superación social y de sentimientos de pertenencia inconscientemente encontrados en su estado más puro.
Más aún, hay identidad, cuando ese grupo de personas no se olvida de dónde vino ni de quiénes fueron sus padres. La identidad se refuerza naturalmente con las derrotas y las cicatrices que recuerdan que el pasado fue real, y con los triunfos, esos magníficos y colosales momentos de gloria, que hacen enorgullecer a la patria entera que nace debajo de nuestras raíces.
La identidad colectiva se construye todos los días, en todos los momentos de todas las esquinas. En cada baldosa que cada uno pisa, en cada poste en el que uno se apoya para descansar, en cada palabra que se dice. La identidad colectiva nace en cada centímetro de la calle Cantilo, pero, también, en cada rinconcito del Club Atlético de Fomento, en cada mate compartido en Plaza Belgrano, en cada hilo encerado y enlazado por un artesano.
Nace, esa identidad, en cada árbol que han plantado nuestros padres en las veredas de nuestras casas, en cada canción que nos recuerda a nuestra infancia, a los paseos con nuestros abuelos, a los imponentes campos de las afueras, a nuestras quintas y a nuestras huertas, a cada pedacito de asfalto, de barro, o de pasto, que alfombran los implacables senderos que nos acercan a otros destinos.
Está, esa identidad, en cada barrilete que decora los cielos del domingo, en cada pelota de colores que gira por las cientos de hectáreas de nuestras tierras y en cada gramo de acero que conforma el cuerpo de las vías de los ferrocarriles que los unen con el resto del mundo, o, más bien, que unen al resto del mundo con City Bell.
Entonces, no faltará aquel que logre aislarse un momento al recordar ese primer beso en los bailes de tango del Club Juvenil, ni quien se ponga nostálgico al rememorar los paseos con sus hermanos por esas mismas callecitas que alguna vez fueron de tierra, ni quien olvide, un instante, que allí mismo se forjaron las más puras de las amistades.
Porque en ningún lugar del universo un citibelense se ha sentido más pleno que estando en City Bell, porque los citibelenses cargan con ese orgullo, tan preciado por la historia de los pueblos, de poder considerar que dar la vuelta al mundo sólo serviría para confirmar que es City Bell el lugar donde quieren estar. Porque City Bell forma parte del ego, del aire que motoriza el accionar de los pulmones en ese mismísimo momento en el que tienen que responder, ante un alguien, de dónde es que vienen.
La ciudad, fundada en 1914, se conformó como tal, en las vísperas de la Primera Guerra Mundial, como desentendiéndose de ese estado belicoso en el que se encontraban las grandes potencias mundiales sedientas de imperialismo y dominación. Allí, entonces, en eso que era un pequeño pueblo de principios de Siglo, se entendió al progreso desde otra perspectiva, donde la unión, el trabajo de la tierra, la construcción de escuelas y viviendas, el fomento de actividades deportivas, la fundación de clubes, pero, por sobre todas las cuestiones, la unión incondicional entre los vecinos, conformaban el entero de un proyecto común y regional. Es que la identidad no tiene una fecha de nacimiento, pero, si hubiera que ponerle una, para los citibelenses esa es el 10 de Mayo.
Desde los querandíes, primeros pobladores de la región, hasta el último de los nacidos en el día de hoy, conforman la historia viva de City Bell, esa que recién está comenzando a escribirse, y que supera, ampliamente, los treinta y seis mil quinientos cincuenta días de existencia.