Por: Sol Iametti
Hoy no puedo copiar y pegar frases ni citas, porque es un día raro, porque como en muchos otros días amanecí pensando en París. Esta semana me preguntaron cómo describiría a París, y ésta es mi respuesta.
No sé si realmente es posible describir una ciudad en la cuál uno pasa pocos días, porque la interacción siempre es intermedia. Sin embargo, sí puedo relatar es cómo me sentí durante mi primera vez en París.
Mi primer viaje estuvo marcado por momentos indelebles y enmarcado por instantes de perfección: una voz que resucitaba a Edith Piaf en una calle de Montmartre, la ciudad drenando su inmensidad desde arriba de las escalinatas del Sagrado Corazón, las luces de neón como estrellas que bajan el cielo a la tierra, y así… Si tuviera que hacer un recuento, probablemente no tendría fin. Pero lo más inolvidable de París, mi primer viaje a París, es que fue mi primer viaje transatlántico con mi mamá. Aún puedo recordar sus palabras diciéndome que se había enamorado de aquella ciudad que nos recibió con las diagonales abiertas, dispuesta a abrazarnos en forma circular, corrompiendo las reglas de la geometría, porque eso es París: la regla de no tener reglas.
París se acepta cómo es, no muestra miedo alguno de desplegar su oscuridad y hacer de su nostalgia su mejor naipe. Es honesta con respecto a su naturaleza y te devora con el puzzle de sus calles.
En París, la gente camina sin paraguas por el puro placer de sentir las gotas deslizar sobre su cara, aceptando que el agua limpia y es pureza. En París, el imprevisto te espera en las esquinas, pautando una cita a ciegas con la música, o la pintura, o la poesía.
En París, la sonrisa de mi mamá iluminando el Sena en plena noche con la misma intensidad de la Torre; las dos tomadas de la mano subiendo las escaleras del Sagrado Corazón sintiendo que mi papá nunca nos había abandonado, no realmente. En París, el Arco del Triunfo diciendo entre líneas que lo habíamos logrado, que después de tanto esfuerzo y la turbulencia de la enfermedad de mi papá, estábamos en París, Ella y yo, con ríos mellizos en la mirada.
Entonces, después de todo, creo que para mí París es sinónimo de amor, amor a la intemperie, esa clase de amor que se acepta cómo es, aunque dure sólo algunos días, aunque el viaje de ida y el viaje de vuelta sea tumultuoso. París, la ciudad azul, haciendo de la nostalgia su traje natural.
Mamá, cruzamos el Atlántico; Mamá, estamos en París; y por sobre todo: Mamá, gracias por enseñarme que nada de lo que me proponga es imposible.
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En el día de ayer presencié un trío de Jazz. A pocas canciones del inicio, apareció la canción que figura abajo.
París dijo presente en cada nota; cada nota me llevó a París en un suspiro. Y al buscar el título de la canción, para mi sorpresa, se llamaba: “Si usted ve a mi madre“.
Supongo que, después de todo, las sorpresas de París viajaron conmigo hasta Buenos Aires.
Entonces, ¿cómo describiría a París? Mejor recurrir a Woody Allen:
Para Ella:
Si usted ve a mi madre,
dígale que aún doy abrazos
con los ojos cerrados.
Si usted ve a mi madre,
dígale que la espero en mi próximo viaje
en el café del Barrio Latino que nos vio desayunar.
Si usted ve a mi madre,
dígale que sigo caminando cómo Ella me enseñó,
pero a mi ritmo.
… Y permítame apartar formalidades:
Si ves a mi mamá,
decile que la extraño,
pero que una parte de Ella siempre va conmigo,
la llevo conmigo como Ella me llevó consigo durante 9 meses.
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Gracias a Yamile Burich por devolverme a París, aunque fuera por un rato.