Abro los ojos sobresaltada. No sé dónde estoy. Sé que no es mi casa, ni algún hostel, ni la carpa. Mis neuronas tardan en acomodarse, hasta que logran darle sentido a lo que ven: un territorio chiquitísimo lleno de cosas que se mueven de un lado a otro, en un vaivén constante y brusco. Como si estuviese montando un toro acuático desaforado que busca tirarme de algún lado. No lo logra, quizás sólo porque estoy acostada y agarrada con uñas y dientes a las sábanas. Finalmente, entiendo: estoy en el Odyssee II, un velero de 13 metros de largo por 3 de alto que me está llevando a mí y a otros seis turistas a cruzar la frontera de Colombia con Panamá, en un viaje que empezó hace más de 30 horas.