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Por: Tamara Kohen
Siempre admiré a las estatuas vivientes. Esas que trabajan envueltas en toneladas de tela bajo asesinos rayos de Sol o se pasean cuasi desnudas cuando el frío es insoportable. Haciendo grandes esfuerzos para no pestañar o disimular la respiración. Armadas de paciencia ante nenes que se cuelgan, insistentes turistas en busca de una foto o pesados que intentan robarse el show. Todo… por el módico precio de sacarnos una sonrisa y llevarse un par de monedas.
Y un día pasa lo que todos temíamos (por no decir “deseábamos”) que pase… la estatua viviente se cansa y reacciona. Menos mal que existen los smartphones para que en cuatro días más de 8 millones de personas podamos divertirnos con esto:
¡Que se joda por dobolu!