“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Y, ahora, nosotros nos acordamos de él, de Gabriel García Márquez, y todos los que amamos y vivimos la literatura, en cualquier espacio, necesitamos plasmar nuestra semblanza. Así que, justamente, por un tiempo, todos vamos a hablar de Gabo. En tono de elegía, de admirado obituario, de sentida despedida. No van a faltar las palabras de quienes lo conocieron, de quienes fueron sus amigos o trataron con él; las anécdotas que darán cuenta de su personalidad, de sus opiniones políticas, de sus inéditos. Algunos harán hincapié en su aporte al periodismo y otros volverán a glosar su comprometida intervención cuando, en 1982, subió a recibir el Nobel. Otras voces contarán el periplo que tuvo que recorrer él y su gran novela, Cien años de soledad, antes de publicarse y convertirse en, quizá, la mejor novela sudamericana. En fin: estamos vivos y vivimos para contarla.
Gabriel García Márquez perteneció al grupo de escritores que se agrupa dentro del llamado Boom Latinoamericano, quizás la última situación de coincidencia en estas tierras entre la literatura y el mercado. Esa feliz correspondencia permitió que una narrativa excelente alcanzara a millones de lectores y que hoy, su deceso a los 87 años, ocupe todas las primeras planas.
Yo no conocí al hombre Gabriel García Márquez. Por fotos, por supuesto, pero en especial por sus palabras. Recuerdo que ingresé en su obra por Doce cuentos peregrinos y que la sensación que me produjo “Sólo vine a hablar por teléfono” todavía me acompaña. El encierro de María de la Luz Cervantes, la mujer que entra al manicomio para hacer una llamada, me llevó a pensar la frágil frontera que divide a los cuerdos de los locos. Tópico sobre el que, a diario, tenemos más de una situación para volver a reflexionarlo.
A ese ejemplar de los doce cuentos, que leí en 1993, lo perdí porque lo presté y nunca me lo devolvieron. Con los libros de García Márquez me sucedió en varias oportunidades. Porque cada vez que un amigo, conocido o alumno me pedía prestado un buen libro, una lectura que lo atrapara, yo recurría a alguno de los títulos infalibles de Gabo. Con tanto éxito que a muchos no volví a recuperarlos. Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera –llevada al cine en 2007 bajo la dirección de Mike Newell-, Relato de un náufrago. A todos volví a comprarlos.
El que conservo y que no sale de mi casa es Cien años de soledad. Ese sí: lo recomiendo pero no puedo prestarlo. No tiene nada de especial, es la edición 2003 de De bolsillo, pero en sus páginas se reflejan, con comentarios sobre los márgenes, mi extasiada admiración por una historia sencillamente formidable. Por la profundidad y los avatares de sus personajes, por la intensidad de algunos episodios, por cómo se concreta esa mirada que trasciende lo real y que la crítica denominó “realismo mágico”.
En su autobiografía, Vivir para contarla, también está presente esa mirada tan particular. Al recordar pasajes de su vida, todo lo que ve aparece transformado por el cristal de lo mágico. Al leerlo, recordándose recordar, me vuelve la certeza de que nada de aquello que pasaba frente a los ojos de Gabo parecía tan gris o cotidiano o insulso, como puede parecer a las miradas de los que no somos Gabo.
Pienso, por ejemplo, qué veríamos nosotros frente a un pelotón de fusilamiento. Tal vez solo la boca de los fusiles y los ojos ausentes de nuestros verdugos. García Márquez vio al coronel Aureliano Buendía, vio a través de los ojos del coronel Aureliano Buendía, y de ahí en adelante, escribió una novela y toda una obra que perdurará mucho más que cien años.