Sabemos que viajar con chicos es, por lo menos, una aventura. Hace unos días un amigo (que, claramente, no tiene hijos) dijo algo como que un viaje de 8 horas en avión con un nene de 2 años es “solamente cuestión de pasar el rato” y que se llega “enseguida”. ¿¿¿Enseguida??? ¿8 horas confinados en un avión lleno de gente es un RATO? Lleno de gente que no tiene ganas de que ningún niñito -por muy simpático que sea- se le trepe al asiento, le balbucee incoherencias, le baile una de Topa ni le haga berrinches a medio metro porque la azafata no le presta su carrito (con razón, claro está).
Las vacaciones en familia son cosa seria. Ya el viaje en cualquier medio de transporte requiere tal logística y planificación que el asunto debería enseñarse en alguna universidad. Rubros gastronomía, entretenimiento, indumentaria, farmacia, perfumería y hospedaje anudados en una única experiencia trascendental. Lo que equivale a decir: juguetes, pantallas, comidas varias, bebidas y vasitos, mantas y almohadas, sillitas y un sinfín de objetos que harán que el viaje transcurra en paz y armonía (o algo así; esperemos).
¿Y el lugar de destino? Hay que pensar en los accesos, en las distancias, en cómo vamos a dormir, en dónde y cómo vamos a comer. En los juguetes para la arena, el protector solar, el repelente, el botiquín “por las dudas”, los flotadores, las carpas, las mochilas, las mallas, los gorros y las 500 mudas de ropa por si llueve, hace frío, nieva, hace calor, hay mucho sol o llega el huracán Sandy.
Para colmo de males los flotadores ya no son lo que eran. ¿Dos bracitos naranjas o un sencillo aro que se infla en segundos? Claro que no. Los floradores siglo XXI tienen cara, ojos, alas o ruedas. Miden dos metros y para inflarlos hay que tener la resistencia pulmonar del campeón olímpico de nado sincronizado.
Sin dudas las vacaciones en familia son diferentes. No incluirán un bronceado perfecto (que jamás tuve, por otro lado) pero sí sonrisas de oreja a oreja y caricias llenas de tierra y arena.