Por: Martín París
No siempre uno es el rechazado. También hay veces que nos toca dar por terminada una relación y lo difícil es encontrar el momento indicado y las palabras justas para no herir a la otra persona. Hay gente que no tiene consideración sobre este hecho y te pega una patada en el pecho con tapones de cancha de once sin ningún remordimiento, pero la verdad que yo prefiero no lastimar al otro porque muchas veces me tocó ser socio del club de las almas abandonadas y sé lo que se sufre. De vez en cuando me doy cuenta que tengo una platea en la tribuna de las negativas, y trato de ser gentil y caballero con la excomulgada de mi corazón. El problema es que difícilmente alguien quiera escuchar un “no” como respuesta.
Cuando arranqué la facultad no conocía a nadie. Yo siempre estudié carreras que me gustaron mucho, y la verdad que me concentraba más en escuchar lo que enseñaban los profesores que en socializar con mis compañeros. Pero, vaya uno a saber por qué razón, muchas veces nos obligan a hacer trabajos prácticos con gente que no hace nada, que es increíble que haya aprobado siquiera el jardín de infantes y que llega a esa instancia de su vida a “zafar”, mientras vos te la pasás laburando el doble porque tenés que hacer tu parte del trabajo más la del otro inútil. Bueno, por suerte esto no me pasó aquella vez, ya que cuando el profesor nos obligó a trabajar con un coequiper yo sentí, al instante, que dos ojos se me clavaron en la nuca. Gire y ella me preguntó: “¿Estás con alguien?”.
La verdad que nos complementábamos bastante bien. Ella se encargaba de la parte más operativa y yo de la parte teórica. Los TPs nos quedaban correctamente desarrollados y aprobábamos holgadamente. De algún modo, a lo largo del cuatrimestre nos fuimos convirtiendo en una especie de matrimonio universitario. Ella me contaba sobre su vida antes de que llegasen los profes y hasta me traía algún regalito para amenizar la jornada, y yo hacía lo que hacen los maridos: nada. Un día me contó que, a la hora de estudiar, prefería tener a alguien a su lado a quien consultarle y, como yo era uno de los estudiantes con mejores notas de la clase, me preguntó si quería preparar el próximo parcial junto a ella. Pero yo, como siempre estudié solo (entro en un estado de meditación zen), me negué excusándome por ser un ermitaño académico.
Resulta que a los pocos días llegué a la facultad y la encontré muy nerviosa. La fecha del parcial estaba cerca y me dijo que se sentía insegura de tener todo el conocimiento necesario en su cabeza. Yo no me banco mucho a esos que se quejan, que dicen que no saben nada y se sacan siempre un diez mientras vos llegás a un cuatro colgando de la cornisa y lavándole el auto al profesor, así que lo único que atiné a ofrecerle fueron mis apuntes inentendibles (tengo letra de infante con Parkinson) y mi servicio de consultoría vía telefónica. Ella me agradeció, seguramente contrató a un experto en criptología para estudiar mis anotaciones y rindió junto a mí. Promocionó, estaba feliz. Yo también (me había ahorrado tener que ir a su casa a fingir alguna supuesta vocación educativa) y la felicité excelente diez. Pero ahí sucedió algo que no esperaba: me invitó a “tomar un café” para agradecerme lo que había hecho por ella.
Podría haberme negado, pero como venía rechazando todas sus invitaciones desde el inicio del cuatrimestre, cedí y me dejé llevar a un café gourmet (?). Una vez en el ostentoso y refinado local, ella me obligó a elegir una porción de torta hecha con tres tipos diferentes de chocolate (yo no sabía que existía más de uno) y juntos brindamos con un cappuccino (sin canela, por favor) el haber aprobado la materia. Después de charlar un rato sobre cosas que no me interesaban en lo más mínimo, le agradecí el feca, le dije que cuente conmigo para lo que necesitase y le di un beso de despedida. Ella me abrazó sorpresivamente y yo sólo atiné a palmearle la espalda y decirle: “Bueno, fueron un par de apuntes, nomás. Me voy a casa que tengo que seguir estudiando” y salí corriendo a esperar el bondi.
Era hora pico y ninguno frenaba. Así que me senté en la parada y dejé pasar varios colectivos deseando poder encontrar un asiento vacío en el fondo para escuchar música tranquilo. Pero, de pronto, volví a sentir que alguien me miraba fijo. Entonces, giré y allí estaba ella, con esos ojos de sniper, apuntándome para liquidarme de un solo disparo. Tomé aire y me preparé para tener una de las charlas más extrañas que experimenté en mi vida:
Ella: -¿No te aburrís de estudiar solo?
Yo: -No, para un hombre solitario como yo es… cómodo.
Ella: -¿Pero no te gustaría que alguien te de una mano?
Yo: -Sí, a todos nos gusta que nos ayuden con eso. Estudiar es una necesidad… estudiantil.
Ella: -Y bueno, vení a mi casa que te presto mis apuntes. Los podes consultar cuantas veces quieras.
Yo: -Es que ya es tarde y no acostumbro a estudiar de noche.
Ella: -Ah, ¿te gusta el repaso mañanero?
Yo: -Sí, porque ahí estoy con todas las energías. Es el que me hace sacar las mejores notas.
Ella: -Sí, los hombres rinden mejor a la mañana. Yo soy muy buena dando orales.
Yo: -Ah, mirá vos… igual te agradezco, pero me parece que, por esta vez, voy a preferir machetearme.
Ella: -Bueno, macheteate todo lo que quieras. Después, cuando te vayas a final solo te vas a arrepentir. ¿Sabes cómo te haría promocionar yo?
Yo: -Me imagino, tenés pinta de estudiosa.
Ella: -Me encanta estudiar. Puedo hacerlo todos los días. ¿Vos cuántas materias podes meter por cuatrimestre?
Yo: -Y… si estoy inspirado te promociono tres y en una seguro voy a final porque llego medio cansado. Es que más de cuatro a cualquiera se le hace difícil.
Ella: -¿Y no me querés corregir la tesis? A vos te la dejaría leer antes que a cualquier profesor.
Yo: -No, no me siento capacitado. Discúlpame, pero creo que va a ser mejor que me cambie de cátedra.
Hasta el día de hoy no sé bien lo que pasó aquel día, pero lo cierto es que nunca más nos volvimos a cruzar en el aula. Tengo entendido que se recibió y su novio le entregó el título. Bien por ella.
Yo, mientras tanto, sigo en carrera.