Vivimos en un país productor; históricamente de los más importantes del mundo. Y más allá de la inflación y del poder adquisitivo de cada uno, siempre hay opciones al alcance de la mano y para todos los bolsillos. Algo que no ocurre; por ejemplo; en Colombia donde pagan hasta 5 veces el valor local de una botella de vino argentino.
Si a esto le sumamos que los últimos 15 años fueron los mejores de la industria, revolución tras revolución. Bodegas nuevas, variedades nuevas, terruños nuevos y personajes nuevos, todo derivó en una avalancha de etiquetas para disfrutar.
Sin embargo, el consumo sigue cayendo. Y no se trata de volver a los índices de los 80´ y sus 90 l per cápita anuales, sino de encontrar un equilibrio. Hoy somos más, y producimos más vinos de mejor calidad. Pero ¿por qué no los disfrutamos como se merecen?, ¿qué nos pasa?
Obviamente la coyuntura manda, pero no puede dominar nuestras vidas ni costumbres. Mucho menos las sanas. Y disfrutar del vino a diario es sano.
Claro que para muchos, poner una botella de vino actual en la mesa puede parecer sofisticado o complicado. Error. De interpretación, pero también de las bodegas y, por qué no, de los comunicadores.
El vino puede ser simple y también complejo, puede ser atractivo al primer sorbo o interesante a la segunda copa, gozar de un buen ataque o expresarse en su persistencia final. Pero hay algo que es común a todos y es el placer que brinda en la mesa. Ese placer era respetado en otros tiempos, a tal punto que nadie dudaba a la hora de la comida que la botella de vino (o damajuana en función a los comensales) tenía que ser parte de la movida. Y lo mejor de todo que el vino se tomaba, sólo, con hielo, con soda, como sea. Pero se tomaba y formaba parte de esa comunión diaria que es la mesa.
Hoy son menos las veces que nos juntamos; pero así y todo, las veces que llevamos un vino a la mesa son cada vez más escasas.
Los buenos vinos valen lo que cuesta, y para muchos hay opciones más caras que accesibles. Pero nuestra diversidad propone alternativas para todos.
Si no somos nosotros los que le devolvamos al vino argentino la nobleza, si no somos nosotros los que volvamos a sentir orgullo, si no somos nosotros los que lo invitemos a formar parte de nuestra familia otra vez, quién lo hará.
La cosa está brava, al menos eso es lo que respira la industria; la más importante de las economías regionales de Cuyo, de la que dependen casi medio millón de familias, cosecha tras cosecha.
Qué esperamos para volver a brindar todos los días por el sólo hecho de estar en familia, felices y saludables. Si nosotros no le hacemos el honor, no es que va a venir otro y se lo va a llevar. Simplemente, vamos a dejar de tenerlo.
Volvamos a llevar las copas y los vasos a la mesa y demostrémosle a todos (incluyendo al de arriba) cuánto disfrutamos de nuestros vinos. Y seguro que así, este momento va a pasar y todos vamos a poder brindar como merecemos.