Meditación y ritual

El misticismo judío aborda muchísimas técnicas y prácticas relacionadas con lo meditativo. Muchas de ellas tienen una difusión casi milenaria, porque se expandieron durante los tiempos de Abraham Abulafia, un famoso cabalista español que vivió en el siglo XIII. Algunas son utilizadas en la actualidad por los numerosos grupos de creyentes que rezan en el templo: hay momentos determinados formales de la liturgia que pueden ser considerados como meditaciones.

 
Algunos de los más destacados son la oración Oye, Israel (en hebreo, Shemá, Israel), momento en el que quien está orando se cubre los ojos. También la lectura de la Amidá, una oración que se lee tres veces por día y que consta de 19 bendiciones, de pie y en absoluto silencio. Y, tal vez el más representativo, el momento del shofar en las altas fiestas. Este cuerno de carnero, que produce un sonido extremadamente penetrante, se ejecuta durante los días previos al año nuevo judío (llamados Aseret Iemei Teshuvá, diez días de regreso al camino de la ley), durante el mismo Rosh Hashaná y en el Día del Perdón (Iom Kipur) y es, precisamente, un llamado a la penitencia, un momento para meditar sobre los pecados cometidos.

 
Lo interesante es que más allá de que hay una guía, un ritual, que marca esos momentos, cada uno de los feligreses tiene libertad total para salirse de pista de la prescripción de espacio/tiempo determinada para las oraciones. Uno puede estar en medio de la Amidá y hacer su propio camino, tomar sus propias resoluciones.
Es cierto que hay algunas postas obligatorias, momentos del ritual con formato duro por los que hay que pasar sí o sí,  pero nada impide alcanzar un estado meditativo.

Uno de los principales cabalistas

Se considera como uno de sus principales difusores de la Cábala, del Zohar en particular, a Rabi Isaac Luria, conocido por su apodo de ARI (siglas de Aeloquí Rabi Itzjak, el divino). Nació en Jerusalén a mediados del siglo XVI y murió en Safed, una ciudad al norte de Israel que es considerada, aún en la actualidad, como una suerte de Meca de la cábala. Fue él, precisamente, quien se dedicó a estudiar esta disciplina y a difundirla y el que abrió el estudio del Zohar por primera vez para que sea compartido por grupos.

Su sabiduría fue recopilada por su discípulo Jaim Vital en el libro El árbol de la vida (Etz hajaim).

Otro texto fundamental es el Séfer Ietzirá, el libro de la formación, que se atribuye directamente al patriarca Abraham revelado por intermedio de un ángel, mientras que fuentes académicas lo sitúan entre los siglos II y VI de nuestra era. Allí, se describe la creación mística del mundo en 32 dimensiones: las 22 letras del alfabeto hebreo (esas que hemos visto en detalle cuando analizamos el concepto de gematría) más 10 Sefirot. Permite al mekubal, el cabalista, ser una criatura creativa de mundos que unen el cielo con la tierra y la personalidad de la divinidad en sus atributos con las dimensiones que emanan en lo humano.

Cuando se trata en realidad de los orígenes de la cábala y sus textos, no siempre es claro discernir entre la verdad histórica y el mito. El libro Bahir, que se presenta escrito por Rabi Nehumiá ben ha Kahaná del siglo I, tiene evidencias de una posible redacción en Provenza a finales del siglo XII. Este texto continuó la tradición del Séfer Ietzirá en las concepciones de las dimensiones con las que D-s se manifiesta. Emplea un simbolismo astrológico: una fuente de agua que distribuye en doce casas equivalentes a las tribus o signos del zodíaco. Se basa en las cuatro letras del tetragrámaton, que permutan en doce formas diferentes y referencia así este proceso astrológico con el papel sacerdotal descripto en el libro del Éxodo. Vincula las doce tribus con las doce piedras sagradas del efod, el escudo del sumo sacerdote, el principal responsable del Gran Templo de los judíos, donde se guardaba el arca con la Torá original entregada por D-s y que fuera destruido dos veces: por los babilonios hacia el 587 antes de la era común y por los romanos en el 70 de la era actual.

En Bahir, la imagen astrológica aparece incorporada dentro de un árbol, por lo que introduce la imagen principal del árbol de las Sefirot que quedará incorporada para las especulaciones cabalísticas de las próximas generaciones y de las que hablaremos en breve. También aquí se nos ofrece la referencia bíblica al término Sefirot, basado en el salmo que dice: “Los cielos cuentan la gloria de D-s”. El término “cuentan” (mesaprim, en hebreo), tiene la raíz “s”, “ph”, “r”, de la que surge Sefirá (singular), Sefirot (plural).

Las Sefirot

Las Sefirot obran en nuestra metáfora de navegantes como las autovías de circulación de energía que se disponen como canales, conductos, vías, banda ancha entre el receptor y el emisor.
La cábala sucede en estas dimensiones como recepción de energía que continúa emanando desde la fuente de origen más allá del tiempo y el espacio de la creación. Son conductos donde reencontramos la huella de lo creado y los atributos de lo divino, con el fin de reconocer que se encuentra en nuestro interior la conexión del alma en el mundo inferior con el absoluto cósmico al que pertenecemos y retornamos.

Así como D-s creó el mundo y se incorpora en él en las dimensiones de revelación, inmanencia y trascendencia, de la misma forma nosotros podemos navegar nuestra alma en la vida conectados y circulando por estas vías. El árbol de las Sefirot es una rama troncal de circulaciones.

Es por ellos que las Sefirot son, tal vez, el concepto más potente en el mundo de la cábala para navegar el alma. Según la tradición, D-s creó al mundo en diez emanaciones, Sefirot, dejando la huella de su tránsito para recuperar sus senderos y recuperar nuestra conexión.

Las Sefirot son:

1. Kéter  (corona)

2. Jojmá  (sabiduría)

3. Biná  (entendimiento, inteligencia)

4. Jésed  (misericordia, bondad) o Guedulá  (grandeza)

5. Guevurá  (fuerza, poder) o Din (juicio)

6. Tiféret  (belleza, armonía, equilibrio)

7. Nétzaj  (victoria, eternidad)

8. Hod  (gloria, esplendor)

9. Iesod  (fundamento)

10. Maljut  (reino) o Shejiná  (Divina Presencia).

 

La Cábala según la RAE

Es interesante, sólo por curiosidad, ver cómo definieron la cábala algunas otras fuentes. Tenemos el Diccionario de la Real Academia Española, que le da cinco acepciones. La primera, “Conjetura, suposición”.

La segunda y la tercera, más relacionadas con este texto, dicen respectivamente: “En la tradición judía, sistema de interpretación mística y alegórica del Antiguo Testamento” y “Conjunto de doctrinas teosóficas basadas en la Sagrada Escritura, que, a través de un método esotérico de interpretación y transmitidas por vía de iniciación, pretendía revelar a los iniciados doctrinas ocultas acerca de D-s y del mundo”. Una cuarta alternativa apunta al “Cálculo supersticioso para adivinar algo”. Y, por último, en términos coloquiales, es “Intriga, maquinación”.
En el habla cotidiana de los amantes del fútbol (y de los juegos en general), una cábala es una acción que se repite para atraer suerte. Determinado director técnico utiliza siempre el mismo saco porque la primera vez que se lo puso su equipo ganó. Cuando lo consultan, responde que lo hace “por cábala”. Incluso, esta costumbre dio pie a un argentinismo, “cabulero”, que es la persona que posee muchas cábalas.
Cábala en nuestro abordaje es un cuerpo de saber y de hacer que nos ayuda a navegar el tiempo y el espacio de nuestras vidas para “recibir” y dar sentido tanto de lo humano como de lo divino que siendo dos se hacen místicamente uno.

La relación entre la Cábala y el Psicoanálisis

Temurá o tsiruf

Consiste en tomar una palabra o un grupo de palabras y alterar su orden, de acuerdo con un código de permutación dado, para generar un nuevo término o una oración diferente.

Independientemente de estas clasificaciones, uno de los pilares de la cábala en general y de la mística en particular fue desarrollado de manera magistral por uno de los rabinos laicos seculares místicos más famosos que el judaísmo dio a la humanidad: Sigmund Freud.

El austriaco, conocido como el padre del psicoanálisis y considerado una de las principales figuras intelectuales del siglo XX, era, en principio, neurólogo. Por lo tanto, sus investigaciones iniciales, que no fueron en absoluto mecanicistas, se centraban en el funcionamiento del cerebro. Utilizaba diferentes drogas para experimentar sensaciones y vivencias, para ver cómo reaccionaban las diferentes partes del cerebro a estos impulsos. Después, sus trabajos migraron en otra dirección: al análisis de los sueños, a la apelación de los mitos, a la transferencia.

Todos elementos con fuerte raigambre mística.

Luego, el psiquiatra y psicólogo suizo Carl Gustav Jung trabajó el concepto de “arquetipos”, patrones que modelarían la forma en que la conciencia humana experimenta el mundo y se percibe a sí misma. Su teoría indica que los arquetipos actúan en todos los hombres.

A partir de esa presunción, postuló la existencia del inconsciente colectivo: un lenguaje común a todos los seres humanos, de todos los tiempos y lugares del mundo, constituido por símbolos primitivos con los que se expresa un contenido de la psiquis que se encuentra más allá de la razón.

En ambos casos, la práctica científica busca y hace anclaje en el misticismo. Conexión y transferencia. En el mundo del psicoanálisis, no son temas menores: el terapeuta (maestro) necesita que el paciente (discípulo) se ponga a su disposición. No para decirle qué es lo que tiene que hacer en la vida ni cómo debe hacerlo, sino para establecer entre ambos una escuela de interpretación.

La mística y el psicoanálisis, entonces, se manejan con un paralelismo más que destacado y apelan a conceptos en común: transferencia, identificación, el maestro como orientador.

La mística de las situaciones dialogales

Una técnica relacionada con el desarrollo de las capacidades místicas es la de los diálogos. Una de las personas que más trabajó en ella, desde el punto de vista de la filosofía, fue Martin Buber, el filósofo y escritor judío que nació en Viena, Austria, en 1878 y murió en Jerusalén, Israel, en 1965. Fundamentalmente, en su obra Yo-tú, de mediados de la década de 1920, Buber trae a la mesa la idea del diálogo, del encuentro. Especifica que la suma de “yo” más “tú”, cuando es verdadera y auténtica, no da dos, sino tres.

El tercer componente es la conexión. Ya no se trata de una intimidad con uno mismo, trabajando la edición de la propia historia o analizando la interpretación personal del texto (a pesar de que lo estudie con otros o de que tenga instructores). En este caso, lo preponderante es la situación dialogal, en la que uno es receptivo al encuentro con el otro. Cuando ese diálogo, esa comunión, resulta auténtica, entonces uno puede al mismo tiempo encontrarse con uno mismo y con una ilusión trascendente a los dos.

¿Con qué persona me puede pasar esto? Por lo pronto, las situaciones dialogales no necesariamente se dan con otros seres humanos. Son conexiones que se pueden dar con la naturaleza, o con el silencio. Atención: que “tener un diálogo con el silencio” no es precisamente un sinónimo de “estar meditando”. El estado de recepción no se da solamente sobre el individuo.

La cábala habla de que lo recibido por el individuo es intransferible a otros y que éste es soberano de lo que va a hacer con eso. Pero hay situaciones dialogales de comunión con otros, a través de los cuales cada uno de los participantes del diálogo se conecta con algo que está más allá de los dos. Los seres humanos somos buscadores naturales de ese tipo de diálogo. Por eso, esta es la experiencia mística más común en la vida, aunque la tengamos soslayada. Porque tiene que ver con lo vincular.

El amor es la forma en que las personas le dimos formato a una unión mística entre dos. ¿Se puede explicar qué es el amor? Tal vez, ni siquiera es necesario. A pesar de que se trata de una experiencia única e irrepetible, intransferible, que produce un vínculo pero que, al mismo tiempo, genera cosas diferentes para cada uno de los vinculados, a pesar de que es algo tan complejo como la cábala, no necesitamos explicarlo. Es obvio. En el plano dialogal, el amor nos brinda un excelente ejemplo de cómo, a este nivel, existe una problemática: que cuando se cancela l dimensión mística, el vínculo se aliena.

El plano dialogal parece, a simple vista, alejado de la mística. Incluso, para muchos resulta prosaico, vulgar, demasiado cotidiano. Sin embargo, es un excelente camino para iniciarse en estas disciplinas. Porque es versátil.

Porque si se logra desarrollar el sendero de iniciación y se adquieren el conocimiento, la disciplina y los atributos que la cábala aportan, después es posible transferir todo eso en el plano de lo concreto.

La trascendencia: el amor

¿Es posible demostrar la trascendencia? Tal vez, desde parámetros del campo científico, no sea una tarea sencilla. Los teoremas y las hipótesis suelen empantanarse en los caminos de la subjetividad. Sin embargo, el amor puede utilizarse como la expresión más cabal y universal de la idea mística de que somos seres trascendentes. Porque nos conecta entre nosotros mientras estamos, pero también con los que se fueron y hasta con los que van a venir. La transmisión se visualiza claramente.

Si volvemos a la Mishná, la que explica la cábala en sólo seis palabras, podemos sugerir que el hecho de que las cosas pasen de Moisés a Josué se apoya en el hecho de que existe una cadena de amor. En términos formales, y con total rigurosidad, podemos decir que el acto trascendente, en sí, es amor. Si el legado se transfiere con culpa, con un mandato determinado y con un deber ser, la esencia mística se pierde. Lo único que se produce en esas condiciones es una repetición, una reproducción. Pero de ninguna manera podemos hablar de continuidad, de recreación ni de renovación. Cuando aparece el amor, se manifiestan las dos dimensiones. La de la recepción y la de la entrega.

Solamente el que ama, cree. No hablamos en términos teológicos exclusivamente. Decimos que cree, así, a secas. Amar es dejar entrar, dejar venir, recibir. En líneas generales, la gente considera que una persona “amorosa” es aquella capaz de dar. La cábala nos demuestra que, en realidad, es quien está en plena condición de recibir. Porque, y acá aparece la segunda de las dimensiones, quien puede recibir es capaz de dar. Quien recibió una vida, la autoestima, el alimento, ahora es capaz de dar todo eso. Y son todos fluidos que se traspasan a través del canal del amor.

(…) Podemos decir que existe un origen por el cual todos sabemos qué significa el amor: ninguno de nosotros hubiera sido de no haber existido antes un proyecto de amor. A diferencia de lo que ocurre en el mundo animal, a los seres humanos no nos alcanza con tener progenitores para asegurar nuestra existencia. Somos seres culturales y sociales que, además, contamos con entidad mística en el plano de la conciencia. Necesitamos padres. Si no, no podemos subsistir. No importa si son biológicos o adoptivos. La acción fundante que da entidad para la propia supervivencia no es el hecho de ser traído al mundo, sino el de ser sostenido. Solos no existimos. No somos viables.

Llegamos como un proyecto de amor, entonces necesitamos el amor para poder continuar.

 

 

 

Zohar, el resplandor

Así como tenemos el texto de la Torá revelada y transmitida por la tradición, tenemos los de la cábala, transmitidos por iniciación. La Torá es una en el absoluto de lo creado, pero dentro de la creación adquiere las dimensiones duales: existe una celestial y divina, y una terrenal y humana. Una es texto sagrado que estudiamos y cumplimos y es texto consagrado en la escritura libre y responsable de nuestros días.

Lo mismo sucede con la cábala, con sus pretextos, textos y contextos místicos. Los textos obran de soporte para transmitir la tradición mística esotérica en un encuentro directo. Los grandes maestros de la cábala incorporan, desde el siglo XII, sus propias aproximaciones en los primeros movimientos de la mística judía, conocidos como Maasé Mercaba (Obra o relato del Carro del Trono) y Maasé Bereshit (Obra o relato del Principio o de la Creación). Allí, la cábala se aprecia como tradición esotérica recibida por iniciación, no por ilustración, como enseña el Talmud, en el tratado de Jaguigá: “La obra del Principio o de la Creación no debe ser expuesta en presencia de dos, ni la obra del Carro del Trono en presencia de uno, si no es un sabio y comprende por sí mismo”.

Hablamos de la Mishná como texto de la tradición judía que contiene una explicación acabada sobre lo que la cábala significa. Sin embargo, el libro básico para esta disciplina es el Zohar, cuyo título traducido significa nada menos que “resplandor”, lo que nos hace pensar en ese estado de insight, de flash, propio de la recepción cabalística.

El texto, que está basado en una visión del profeta Ezequiel, se atribuye a Rabi Shimon Bar Iojai, un rabino que vivió en la zona de Galilea, en el territorio que actualmente es Israel, durante la época de la dominación romana. Si bien no existen precisiones biográficas, se puede establecer que su vida transcurrió entre el final del segundo siglo de la era común y el principio del tercero […]. La tradición cuenta que a partir de unos comentarios críticos que deslizó contra el gobernador de turno, fue condenado a muerte. Escapó y se escondió en una gruta, donde habría pasado trece años de su vida. A la salida de su encierro, había concluido el Zohar. Otra corriente asegura que la autoría corresponde a Rabi Moisés de León, un rabino y filósofo sefaradí que vivió en España durante el siglo XIII.

El texto habla, precisamente, de un resplandor en el cielo, “Zohar Harakía”, un destello que permite la claridad en la oscuridad y en la tormenta. Tiene la dimensión mínima de tiempo, la energía de la luz, un insight que hace que en el plano de la conciencia se vea también lo mundano. Es considerado un camino de iluminación de la práctica mística, aunque su escritura es críptica. Incluso quienes estén avezados en el idioma arameo y hebreo pueden encontrar dificultades para comprenderlo.

Los Diez Mandamientos y los 613 preceptos

Así como el judaísmo en particular tiene sinagogas, tres rezos diarios, festividades, ceremonias de casamiento específicas, Brit Milá (circuncisión) para los varones a los ocho días de nacidos, reglas de alimentación kosher, un rito de pasaje a la edad adulta (el Bar Mitzvá, que se celebra a los 13 años), textos (la Torá como principal), entre muchas otras leyes tradicionales, la “familia humana” cuenta con el concepto de civilización, con el respeto por el prójimo, con una serie de valores mayormente aceptados, con virtudes, con la capacidad de vivir amorosa y fraternalmente… Esto nos permitiría abrir el espectro: quien está dentro del mapa de la situación humana, cumple con los preceptos normativos de hacernos más humanos.

El judaísmo cuenta con 613 preceptos. Por eso, nunca falta quien se plantee para qué son necesarios tantos, si sería suficiente con el decálogo de principios contenido en los Diez Mandamientos. Para colmo, se trata de diez principios universales, que no sólo un judío debe cumplir, sino que cualquier persona de buena voluntad debería respetar. Esa diferencia entre diez y 613 radica en la necesidad de que todos los miembros de la colectividad, a lo largo de los años, debieron ir poniéndose de acuerdo en el imaginario colectivo para poder asegurar los mandamientos originales. Incluso, puede decirse que cada cultura y cada tradición fue proponiendo, de acuerdo con su singularidad, nuevas lecturas, que llegaron hasta nuestros días con nombres como “constitución”, “usos y costumbres”, “leyes”, “convenio”.

Lo cierto es que esta “familia humana” podría apoyarse en que “el precepto mínimo es el cumplimiento de los Diez Mandamientos”. Hasta podríamos eliminar los primeros, que son de base dogmática y que serían objetados por quienes —también en mi opinión, gracias a D-s— son agnósticos o ateos practicantes.

Con esto establecido, hacemos una segunda distinción: que hayamos logrado vivir como una comunidad normativa a partir de los Diez Mandamientos (y todos sus derivados) no nos habilita automáticamente a resolver nuestras búsquedas personales, individuales y existenciales. Dicho de otra manera: uno se conecta con lo trascendente, se realiza desde lo humano, pero no se puede salir del marco. Los mandamientos originales no se discuten, se aceptan y, sobre esta aceptación normativa, se discuten en las diferentes escuelas de interpretación.

 

 

Aprendizaje secreto

Históricamente, los maestros de cábala estaban atrapados en un sistema religioso formal y fue precisamente esta disciplina lo que les permitió liberarse.

De día eran puntillosos legalistas: cumplían con todos y cada uno de los preceptos. Por las noches, se entregaban a la experiencia mística. Nunca se plantearon abolir la Torá y sus dictámenes por el hecho de estar conectados directamente con la fuente. Simplemente, desarrollaban una especie de sistema alternativo.

Por eso debían mantener este aprendizaje en secreto, como si formaran parte de una logia: porque sabían que la religión, dentro de su estructura formal, jamás lo asumiría como propio.

Siempre, no obstante, consideraron la cábala dentro de la tradición. Esos hombres místicos que andaban por los desiertos y las montañas no dejaban de preocuparse ni por un instante de los preceptos.

Ese blindaje de tradición, de mesorá, es lo que les permitió preservar la cábala. La experiencia mística singular sólo puede ser accedida en el marco de la ley, de la norma. La devoción en el rezo, el contacto con D-s, con Hashem (uno de los nombres que se le da comúnmente en hebreo, el más empleado fuera de los ámbitos litúrgicos) se hace a través de la oración formal establecida por la religión como institución. No es una conexión que se hace desde un estado metafísico de meditación, sino en el marco de un templo, donde hay muchas otras personas rezando. O en una mesa de estudio Beit MidrashIeshivá.