“No me escucha Gervasio, nunca me escucha”
“No ayuda en nada de la casa, pero no solo eso: desordena todo, permanentemente”
“Las mismas leyes se aplican diferente para él que para mí”
“Es un tipazo, bueno, contenedor, pero no me enciende”
“Gran persona, pero le falta agresividad, dominio”
“No es conmigo como es con nuestros hijos”
“No me cuenta nada de su vida cotidiana, y a los bobos de los amigos, no me los banco más te juro”
Los sufrimientos derivados del amor de pareja son el puesto número Nº 1 en la práctica cotidiana de un psicólogo. Infidelidad, destrato, autismo vincular, sexualidad, odio, competencia, posesión… es que los seres humanos poseemos grandes cantidades de egoísmo, de posesividad, de celos y de un sin número de sentimientos y emociones que, desde ciertos ideales, tendrían que estar excluidos de la escena amorosa.
El amor de pareja, queridos lectores, es un escándalo para todo el mundo. A los seres humanos nos cuesta adaptarnos y funcionar acorde a la necesidad del otro, en general nos movemos por intereses narcisistas. El amor es una suerte de espejismo: si uno va caminando por el desierto, con toda una serie de necesidades vitales insatisfechas, desde esa desesperación, va a tender a ver un oasis, repleto de agua, comida y demás cosas para aliviar esas necesidades. Para nuestro caminante desesperado, ese lugar que ve a lo lejos, es la fuente perfecta, completa… que lo tiene todo.
Bueno, la ilusión, el relato inconsciente que se pone en juego en el amor, es ese: el otro nos va a completar y hasta, quizá, por un momento, nos transforme en inmortales. No olvidemos que el amor (la matriz, el esquema primario de lo que es el amor) nace de un acto de desesperación de un niño que, al salir al mundo desde el cuerpo materno, movilizado por una profunda necesidad de sobrevivir, se aferra a esos adultos que pueden decodificar lo que le pasa y lo cuidan, lo alimentan, le dan ternura: somos y seguimos en el camino gracias a eso. Esa experiencia que todos transitamos, nos marca, y yo creo que en algún punto muy primario, por más bien que estemos, vamos al amor para sobrevivir, por desesperación, pues ese otro (la madre por sobre todo) nos salvó realmente del fin, en el origen el asunto fue así.
¿Pero usted es un apocalíptico, licenciado? No, casualmente: creo profundamente que el amor existe. Pero me gusta trabajar para que la gente construya amores reales y no ideales. Es que la vida es el arte de lo posible: el amor –el hecho de llegar a construir un amor medianamente sano- está directamente relacionado a poder ir debilitando todos esos componentes que mencionábamos, que son destructivos y que los seres humanos tenemos dentro. Allí, en ese arte de transformar la destrucción en ternura y erotismo, está el desafío de la vida. En amar “pese a eso” (a esos rasgos humanos constitutivos, antropológicos) está la libertad para poder lograr un amor posible, real.
Pero insisto: es central que tengamos presente las características destructivas de nuestra especie, pues si no, es empezar un viaje desde una profunda y letal ingenuidad.
El amor muta, se va metamorfoseando a lo largo del tiempo en una pareja, se transforma. La pasión, el enamoramiento, pueden sostenerse por supuesto, pero va sufriendo ciertas modificaciones que tiene que ver con decenas de factores: los hijos, los proyectos, la edad. El amor es un movimiento pendular constante entre dos personas diferentes, atravesados por estados de ánimo cambiantes y ambivalentes, entre sujetos con historias disímiles y, cosa central, entre dos géneros con características más opuestas aún.
Sigmund Freud decía que “el amor nacía de un cálculo de conveniencia”. Cien años después, Gustavo Cerati, retrucaba: “creo en el amor porque nunca estoy satisfecho”. Dos hombres, dos mundos diferentes, dos visiones realistas sobre el fenómeno del amor.
En la vida amorosa hay, por lo menos, seis participantes: los dos protagonistas, y sus padres. Es sorprendente lo que cuesta desprenderse de esos modelos primarios y poder “crear” algo nuevo. Es lógico: durante la primera infancia los padres son el centro del universo, imprimen en nuestra cabeza un sin fin de emociones, de formas de trato: son los modelos de donde se parte y desde donde, muchas veces, no podemos salir. En síntesis: el amor cuesta por todo esto que vengo mencionando hasta aquí.
Ahora bien: la experiencia de mi práctica profesional cotidiana me indica que los hombres maduramos mucho más tarde que las mujeres, y que tenemos mucha más dificultad para entender que el amor implica cierto grado de renuncia narcisista. Una mujer, a los veinte años –hablo en general- ya está preparada para el mundo del amor. A los hombres nos cuesta más: a esa misma edad los varones solemos tener la cabeza en todos y en ningún lado. Considero que el universo del amor, el de entender que hacen falta ciertas renuncias (+); el hecho de compartir tiempo, el armar ciertos goces compartidos, es una tarea que tracciona más desde las interioridades femeninas. Son ellas las que trabajan y marcan con más frecuencia la importancia de ser escuchadas, de ir armando proyectos. No es que eso no esté en nosotros: es sólo que esas actitudes, en el varón, van surgiendo más retrasadas.
En algún punto creo que las damas, en el amor de pareja, terminan cumpliendo una terea. ¿Cómo decirlo? ¿Educativa? Educan, enseñan a amar y ser amados (como lo hace una mamá con su bebé). Bueno, creo que sí. He trabajado mucho con parejas, tiendo a pensar que es el género femenino el que va delatando los pantanos en los que se suele entrar en las relaciones de pareja. Muchas veces las mujeres empujan esto que digo desde una emotividad muy desmedida (la mujer funciona desde allí, mientras que los hombres tendemos más a lo intelectual, a la razón como método de resolución de conflictos) pero -cómo sea- considero que los hombres vamos haciendo ciertos saltos madurativos gracias a la tracción pasional femenina.
También es cierto que la capacidad práctica que naturalmente tenemos los hombres para la resolución de conflictos, alivia tremendamente al alma femenina, y la pueden sacar de la locura más imparable en medio segundo. Una mujer, librada a navegar por el océano infinito de su emotividad, termina padeciendo mucho, o finaliza en una locura cotidiana muy displacentera.
Entonces: la media naranja, la fantasía de que existe “el ensamble perfecto”, en el territorio del amor es -paradójicamente- el causante de las más grandes frustraciones.
Escuchemos más las intuiciones femeninas, seamos más permeables a ciertas críticas. Los hombres, en nuestra antropológica necesidad de realizarnos y de lograr ciertas potencias, olvidamos algunos matices del mundo afectivo, simplemente se nos pasan. Los varones siempre, en nuestras fantasías inconscientes, tenemos una sombra amenazante que nos está apuntando con un 38 corto en la nuca y que nos dice: “tenes que ir para adelante hermano, siempre”. Eso nos erosiona, nos estresa mucho; pero es lo que -también- nos empuja a la vida y a ser alguien en esta experiencia que es existir. La búsqueda de dinero y de realización personal ( muchas veces la presión social ejercida sobre nosotros en ese punto) nos puede hacer descuidar la vida cotidiana, los hijos, nuestra mujer (el amor es la vida cotidiana, “corta la bocha” diría I.C). Ser conscientes de eso, tener presente esa tendencia, nos reconecta con los deleites del amor del día a día. Pero insisto, escuchemos el alma femenina,ciertas criticas que de allí vienen, es una brújula, a veces medio descalibrada, pero portadora de un rumbo y, queridos lectores: lavemos los platos, así sea llorando y penando, a ellas les gusta, es un acto de amor. Y recuerden: nunca jamás un hombre, en la historia de la humanidad, ganó una discusión con una mujer. El próximo escrito va desde esta frase última.